El Día de Difuntos de 1836
Mariano José de Larra y Sánchez de Castro (Madrid, 24 de marzo de 1809 – Madrid, 13 de febrero de 1837)
Fue un escritor, periodista y político español y uno de los más importantes exponentes del romanticismo español.
Es considerado, junto con Espronceda, Bécquer y Rosalía de Castro, la más alta cota del romanticismo
literario español y es uno de mis escritores favoritos.
Periodista, crítico satírico y literario, y escritor
costumbrista, publica en prensa más de doscientos artículos a lo largo
de tan sólo ocho años. Impulsa así el desarrollo del género ensayístico.
Escribe bajo los seudónimos Fígaro, Duende, Bachiller y El Pobrecito Hablador.
A continuación dejo uno de los dos artículos que más me gustan de Larra, más adelante publicaré el otro. Se trata de El Día de los Difuntos de 1836, aprovechando que se acerca la fecha, donde se advierte el hondo pesar y la triste decepción que observa en la sociedad y la política española del siglo XIX , leyéndolo resulta difícil pensar que ha pasado bastante más de siglo y medio, se reconoce ese sentimiento en nuestra sociedad actual.
Larra inmortal.
EL DÍA DE DIFUNTOS DE 1836
FÍGARO EN EL CEMENTERIO
Beati qui moriuntur in Domino
En atención a que no tengo gran memoria,
circunstancia que no deja de contribuir a esta especie de felicidad que dentro
de mí mismo me he formado, no tengo muy presente en qué artículo escribí (en
los tiempos en que yo escribía) que vivía en un perpetuo asombro de cuantas
cosas a mi vista se presentaban. Pudiera suceder también que no hubiera escrito
tal cosa en ninguna parte, cuestión en verdad que dejaremos a un lado por harto
poco importante en época en que nadie parece acordarse de lo que ha dicho ni de
lo que otros han hecho. Pero suponiendo que así fuese, hoy, día de difuntos de
1836, declaro que si tal dije, es como si nada hubiera dicho, porque en la actualidad
maldito si me asombro de cosa alguna. He visto tanto, tanto, tanto..., como
dice alguien en El Califa.
Lo que sí me sucede es no comprender
claramente todo lo que veo, y así es que al amanecer un día de difuntos no me
asombra precisamente que haya tantas gentes que vivan; sucédeme, sí, que no lo
comprendo.
En esta duda estaba deliciosamente
entretenido el día de los Santos, y fundado en el antiguo refrán que dice: Fíate
en la Virgen y no corras (refrán cuyo origen no se concibe en un país tan
eminentemente cristiano como el nuestro), encomendábame a todos ellos con tanta
esperanza, que no tardó en cubrir mi frente una nube de melancolía; pero de
aquellas melancolías de que sólo un liberal español en estas circunstancias
puede formar una idea aproximada. Quiero dar una idea de esta melancolía; un
hombre que cree en la amistad y llega a verla por dentro, un inexperto que se
ha enamorado de una mujer, un heredero cuyo tío indiano muere de repente sin
testar, un tenedor de bonos de Cortes, una viuda que tiene asignada pensión
sobre el tesoro español, un diputado elegido en las penúltimas elecciones, un
militar que ha perdido una pierna por el Estatuto, y se ha quedado sin pierna y
sin Estatuto, un grande que fue liberal por ser prócer, y que se ha quedado sólo
liberal, un general constitucional que persigue a Gómez, imagen fiel del hombre
corriendo siempre tras la felicidad sin encontrarla en ninguna parte, un
redactor del Mundo en la cárcel en virtud de la libertad de imprenta, un
ministro de España y un Rey, en fin, constitucional, son todos seres alegres y
bulliciosos, comparada su melancolía con aquella que a mí me acosaba, me
oprimía y me abrumaba en el momento de que voy hablando.
Volvíame y me revolvía en un sillón de éstos
que parecen camas, sepulcro de todas mis meditaciones, y ora me daba palmadas
en la frente, como si fuese mi mal mal de casado, ora sepultaba las manos en
mis faltriqueras, a guisa de buscar mi dinero, como si mis faltriqueras fueran
el pueblo español y mis dedos otros tantos Gobiernos, ora alzaba la vista al
cielo como si en calidad de liberal no me quedase más esperanza que en él, ora
la bajaba avergonzado como quien ve un faccioso más, cuando un sonido lúgubre y
monótono, semejante al ruido de los partes, vino a sacudir mi entorpecida
existencia.
–¡Día de Difuntos! –exclamé.
Y el bronce herido que anunciaba con
lamentable clamor la ausencia eterna de los que han sido, parecía vibrar más
lúgubre que ningún año, como si presagiase su propia muerte. Ellas también, las
campanas, han alcanzado su última hora, y sus tristes acentos son el estertor
del moribundo; ellas también van a morir a manos de la libertad, que todo lo
vivifica, y ellas serán las únicas en España, ¡santo Dios!, que morirán
colgadas. ¡Y hay justicia divina!
La melancolía llegó entonces a su término;
por una reacción natural cuando se ha agotado una situación, ocurrióme de
pronto que la melancolía es la cosa más alegre del mundo para los que la ven, y
la idea de servir yo entero de diversión...
–¡Fuera, –exclamé–, fuera! –como si estuviera
viendo representar a un actor español–: ¡fuera! –como si oyese hablar a un
orador en las Cortes. Y arrojéme a la calle; pero en realidad con la misma
calma y despacio como si se tratase de cortar la retirada a Gómez.
Dirigíanse las gentes por las calles en gran
número y larga procesión, serpenteando de unas en otras como largas culebras de
infinitos colores: ¡al cementerio, al cementerio! ¡Y para eso salían de las
puertas de Madrid!
Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está el
cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso se apoderó de mí, y comencé a
ver claro. El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio. Pero
vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el
sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una esperanza
o de un deseo.
Entonces, y en tanto que los que creen vivir
acudían a la mansión que presumen de los muertos, yo comencé a pasear con toda
la devoción y recogimiento de que soy capaz las calles del grande osario.
–¡Necios! –decía a los transeúntes–. ¿Os
movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por ventura? ¿Ha acabado también
Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos, insensatos, a vosotros mismos, y en
vuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Vais a ver a vuestros padres y
a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos? Ellos viven, porque ellos
tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre la tierra, la que da
la muerte; ellos no pagan contribuciones que no tienen; ellos no serán
alistados ni movilizados; ellos no son presos ni denunciados; ellos, en fin, no
gimen bajo la jurisdicción del celador del cuartel; ellos son los únicos que
gozan de la libertad de imprenta, porque ellos hablan al mundo. Hablan en voz
bien alta y que ningún jurado se atrevería a encausar y a condenar. Ellos, en
fin, no reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí
los puso, y ésa la obedecen.
–¿Qué monumento es éste? –exclamé al comenzar
mi paseo por el vasto cementerio–. ¿Es él mismo un esqueleto inmenso de los
siglos pasados o la tumba de otros esqueletos? ¡Palacio! Por un lado mira a
Madrid, es decir, a las demás tumbas; por otro mira a Extremadura, esa
provincia virgen... como se ha llamado hasta ahora. Al llegar aquí me acordé
del verso de Quevedo:
Y ni los v... ni los diablos veo.
En el frontispicio decía: "Aquí yace
el trono; nació en el reinado de Isabel la Católica, murió en La Granja de
un aire colado". En el basamento se veían cetro y corona y demás
ornamentos de la dignidad real. La Legitimidad, figura colosal de mármol
negro, lloraba encima. Los muchachos se habían divertido en tirarle piedras, y
la figura maltratada llevaba sobre sí las muestras de la ingratitud.
¿Y este mausoleo a la izquierda? La armería.
Leamos:
Aquí yace el valor castellano, con todos
sus pertrechos. R. I. P.
Los Ministerios: Aquí yace media España;
murió de la otra media.
Doña María de Aragón: Aquí yacen los tres
años.
Y podía haberse añadido: aquí callan los tres
años. Pero el cuerpo no estaba en el sarcófago; una nota al pie decía:
El cuerpo del santo se trasladó a Cádiz en
el año 23, y allí por descuido cayó al mar.
Y otra añadía, más moderna sin duda: Y
resucitó al tercero día.
Más allá: ¡santo Dios! Aquí yace la
Inquisición, hija de la fe y del fanatismo: murió de vejez. Con todo,
anduve buscando alguna nota de resurrección: o todavía no la habían puesto, o
no se debía poner nunca.
Alguno de los que se entretienen en poner
letreros en las paredes había escrito, sin embargo, con yeso en una esquina,
que no parecía sino que se estaba saliendo, aun antes de borrarse: Gobernación.
¡Qué insolentes son los que ponen letreros en las paredes! Ni los sepulcros
respetan.
¿Qué es esto? ¡La cárcel! Aquí reposa la
libertad del pensamiento. ¡Dios mío, en España, en el país ya educado para
instituciones libres! Con todo, me acordé de aquel célebre epitafio y añadí,
involuntariamente:
Aquí el pensamiento reposa,
En su vida hizo otra cosa.
Dos redactores del Mundo eran las
figuras lacrimatorias de esta grande urna. Se veían en el relieve una cadena,
una mordaza y una pluma. Esta pluma, dije para mí, ¿es la de los escritores o
la de los escribanos? En la cárcel todo puede ser.
La calle de Postas, la calle de la Montera. Estos no son sepulcros. Son osarios, donde,
mezclados y revueltos, duermen el comercio, la industria, la buena fe, el
negocio.
Sombras venerables, ¡hasta el valle de
Josafat!
Correos. ¡Aquí yace la subordinación
militar!
Una figura de yeso, sobre el vasto sepulcro,
ponía el dedo en la boca; en la otra mano una especie de jeroglífico hablaba
por ella: una disciplina rota.
Puerta del Sol. La Puerta del Sol: ésta no es sepulcro sino de
mentiras.
La bolsa. Aquí yace el crédito español. Semejante a las pirámides de Egipto, me pregunté, ¿es
posible que se haya erigido este edificio sólo para enterrar en él una cosa tan
pequeña?
La Imprenta Nacional. Al revés que la Puerta del Sol, éste es el sepulcro
de la verdad. Única tumba de nuestro país donde a uso de Francia vienen los
concurrentes a echar flores.
La victoria. Ésa yace para nosotros en toda España.
Allí no había epitafio, no había monumento.
Un pequeño letrero que el más ciego podía leer decía sólo: ¡Este terreno le ha
comprado a perpetuidad, para su sepultura, la junta de enajenación de
conventos!
¡Mis carnes se estremecieron! ¡Lo que va de
ayer a hoy! ¿Irá otro tanto de hoy a mañana?
Los teatros. Aquí reposan los ingenios
españoles. Ni una flor, ni un
recuerdo, ni una inscripción.
El Salón de Cortes. Fue casa del Espíritu Santo; pero ya el Espíritu
Santo no baja al mundo en lenguas de fuego.
Aquí yace el Estatuto.
Vivió y murió en un minuto.
Sea por muchos años, añadí, que sí será: éste
debió de ser raquítico, según lo poco que vivió.
El Estamento de Próceres. Allá en el Retiro. Cosa singular. ¡Y no hay un
Ministerio que dirija las cosas del mundo, no hay una inteligencia previsora,
inexplicable! Los próceres y su sepulcro en el Retiro.
El sabio en su retiro y villano en su rincón.
Pero ya anochecía, y también era hora de
retiro para mí. Tendí una última ojeada sobre el vasto cementerio. Olía a
muerte próxima. Los perros ladraban con aquel aullido prolongado, intérprete de
su instinto agorero; el gran coloso, la inmensa capital, toda ella se removía como
un moribundo que tantea la ropa; entonces no vi más que un gran sepulcro: una
inmensa lápida se disponía a cubrirle como una ancha tumba.
No había aquí yace todavía; el
escultor no quería mentir; pero los nombres del difunto saltaban a la vista ya
distintamente delineados.
¡Fuera, exclamé, la horrible pesadilla,
fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión nacional! ¡Emigración!
¡Vergüenza! ¡Discordia! Todas estas palabras parecían repetirme a un tiempo los
últimos ecos del clamor general de las campanas del día de Difuntos de 1836.
Una nube sombría lo envolvió todo. Era la
noche. El frío de la noche helaba mis venas. Quise salir violentamente del
horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón, lleno no ha mucho
de vida, de ilusiones, de deseos.
¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi
corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él?
¡Espantoso letrero! ¡Aquí yace la esperanza!
¡Silencio, silencio!
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