La Nochebuena de 1836
Este es el otro artículo de Larra que me encanta, no lo pongo entero porque es muy largo, sólo un pequeño fragmento que alberga reflexiones que forman parte de mis preferidas. Espero que sirva para que apetezca leerlo entero.
Se trata de uno de sus artículos más pesimista, (junto con el anterior de La Noche de Difuntos, ¿uooo soy pesimista?)con más autocrítica que de costumbre. Se trata de uno de sus últimos artículos donde se deja ver un Larra completamente desengañado y desesperanzado, sus críticas ya no tienen la pretensión de querer cambiar las cosas, sólo son reflejo de la destrucción que le corroe por dentro a él y a su querida España. Al final de este artículo se menciona una caja que es observada fijamente por el protagonista, se dice que se trata de la que albergaba la pistola con la que apenas un mes y medio despúes de escribir esta obra se suicidaría.
LA NOCHEBUENA DE 1836
El número 24 me es fatal: si tuviera que probarlo diría que en día 24
nací. Doce veces al año amanece, sin embargo, día 24; soy
supersticioso, porque el corazón del hombre necesita creer algo, y cree
mentiras cuando no encuentra verdades que creer; sin duda por esa razón
creen los amantes, los casados y los pueblos a sus ídolos, a sus
consortes y a sus gobiernos, y una de mis supersticiones consiste en
creer que no puede haber para mí un día 24 bueno. El día 23 es siempre
en mi calendario víspera de desgracia, y a imitación de aquel jefe de
policía ruso que mandaba tener prontas las bombas las vísperas de
incendios, así yo desde el 23 me prevengo para el siguiente día de
sufrimiento y resignación, y, en dando las doce, ni tomo vaso en mi mano
por no romperle, ni apunto carta por no perderla, ni enamoro a mujer
porque no me diga que sí, pues en punto a amores tengo otra
superstición: imagino que la mayor desgracia que a un hombre le puede
suceder es que una mujer le diga que le quiere. Si no la cree es un
tormento, y si la cree... ¡Bienaventurado aquel a quien la mujer dice no quiero , porque ése a lo menos oye la verdad!
El último día 23 del año 1836 acababa de
expirar en la muestra de mi péndula, y consecuente en mis principios
supersticiosos, ya estaba yo agachado esperando el aguacero y sin poder
conciliar el sueño. Así pasé las horas de la noche, más largas para el
triste desvelado que una guerra civil; hasta que por fin la mañana vino
con paso de intervención, es decir, lentísimamente, a teñir de púrpura y
rosa las cortinas de mi estancia.
El día anterior había sido hermoso, y no sé
por qué me daba el corazón que el día 24 había de ser día de agua. Fue
peor todavía: amaneció nevando. Miré el termómetro y marcaba muchos
grados bajo cero; como el crédito del Estado.
Resuelto a no moverme porque tuviera que
hacerlo todo la suerte este mes, incliné la frente, cargada como el
cielo de nubes frías, apoyé los codos en la mesa y paré tal que
cualquiera me hubiera reconocido por escritor público en tiempo de
libertad de imprenta, o me hubiera tenido por miliciano nacional citado
para un ejercicio. Ora vagaba mi vista sobre la multitud de artículos y
folletos que yacen empezados y no acabados ha más de seis meses sobre mi
mesa, y de que sólo existen los títulos, como esos nichos preparados en
los cementerios que no aguardan más que el cadáver; comparación exacta,
porque en cada artículo entierro una esperanza o una ilusión. Ora
volvía los ojos a los cristales de mi balcón; veíalos empañados y como
llorosos por dentro; los vapores condensados se deslizaban a manera de
lágrimas a lo largo del diáfano cristal; así se empaña la vida, pensaba;
así el frío exterior del mundo condensa las penas en el interior del
hombre, así caen gota a gota las lágrimas sobre el corazón. Los que ven
de fuera los cristales los ven tersos y brillantes; los que ven sólo los
rostros los ven alegres y serenos...
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